12 enero 2005

TOMA II

Todo hombre tiene su precio. Pocas veces se sabe cual es. Se sospecha, se intuye. Pero nada más. En la mayoría de los casos. Aunque todos lo tengamos, muy pocos lo sabemos. El de D. esa mañana era 900 dólares (aprox.). No importaba demasiado cual hubiese sido el precio una semana antes. O una semana después, si es que M. hubiese seguido con vida. Quizá, y esto es pura especulación, una semana después alguien le hubiera nombrado la cifra y D. se hubiera sonreído, infantil.
Pero no esa mañana.
Después: el escándalo, los diarios, los noticiosos. Las vecinas, algunos testigos.
Una vergüenza.
La gente paga por conocimiento. Siempre. Aunque no lo sepa. Pocos arriesgarían cuanto serian capaces de pagar por sentir una bala en su cuerpo.
¿Quema? ¿Duele? ¿Ni se siente? ¿Es como un tirón, un desgarro? ¿Frío?
Lamento decir que M. se murió sin saberlo. No es que quisiera tener ese conocimiento ni se le hubiera ocurrido pagar por él. Simplemente, que nada tuvo que ver lo suyo con una bala en el cuerpo. Es mera floritura esto. Especulación.
Lo de él tuvo que ver con otra cosa. Parece que fue instantáneo. No sintió nada, dijo un forense. La verdad que su cara no reflejaba mas que tranquilidad. Una semisonrisa relajada. Como quien por fin entiende algo. Pero no hagan caso. Eso es lo que parece, nada más. Tampoco esperen que se hable acá del episodio. Si esperan eso: no pierdan el tiempo. Un beso en la frente. En serio.
Estabamos acá para hablar de otra cosa. Lo de D. es una excusa. Apenas divertimento (sí, sí: la palabra está mal aplicada. Pero: suena bien.)